TRIBUNA DE JUNIO de 2014

¿Hasta cuándo?

Adelaida de la Calle

Rectora de la Universidad de Málaga

Las universidades públicas españolas afrontan ya su tercer año de políticas de austeridad, y lo hacen mostrando síntomas preocupantes. Las medidas de emergencia que aprobó el Gobierno por decreto ley en abril de 2012 se mantienen a pesar de que, si atendemos a los indicadores macroeconómicos, la situación del país ha mejorado. Ya no se destruye empleo con la misma intensidad (los resultados de la EPA del primer trimestre de 2014 se sitúan en parámetros similares a los de 2007, antes del estallido de la crisis), el producto interior bruto arroja un saldo positivo (0,2% en el último tramo de 2013) y el déficit de la Administración central se ha moderado (1,36% entre enero y marzo de este año). Es cierto que estos progresos, por su timidez, todavía no se deja sentir entre la ciudadanía; pero parecen anunciar un cambio de ciclo ante el que debemos mostrar un precavido optimismo.

Aun así, las universidades nos seguimos viendo sometidas a restricciones presupuestarias, con efectos desalentadores. A lo largo de estos dos años, todas las parcelas de nuestra actividad han sufrido una reestructuración negativa: los precios públicos, la organización de la actividad docente, los salarios de los empleados, los derechos laborales, las expectativas de promoción de quienes trabajan en los centros de educación superior y –algo especialmente doloroso– las becas, como se recogía en el último comunicado de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE).

El profesorado, después de haber puesto todo su empeño para adaptar nuestros estudios al plan Bolonia, ha visto mermada su capacidad adquisitiva, incrementadas sus obligaciones docentes y congelada su carrera académica. Las plantillas de las universidades se han precarizado, basando su supervivencia en figuras contractuales interinas que difícilmente garantizan el óptimo desarrollo de sus funciones. En materia de investigación, los continuos recortes presupuestarios han abocado a la inactividad a numerosos grupos y han acabado con la viabilidad de proyectos en los que se cifraba el progreso –tan necesario– de nuestro I+D.

Por otro lado, el personal de administración y servicios ha tenido que asumir el desempeño de sus labores en condiciones menos favorables, con ajustes y mermas de derechos similares a las de los profesores e investigadores.

Aunque es el caso de los estudiantes el que más preocupa. En estos dos años, sus posibilidades de acceder a la formación superior en condiciones de igualdad se han visto severamente coartadas. Las tasas públicas se han disparado, en especial las de las segundas matrículas y los estudios de posgrado, y los requisitos para gozar de una beca se han endurecido. Ahora ya no basta con superar el bachillerato y la selectividad para disponer de la ayuda del Estado; también son mayores las exigencias para los estudiantes de segundo curso y sucesivos; los criterios de renta son más restrictivos –y ello en un tiempo en que tantas economías familiares pasan por una situación delicada–; y, además, la cuantía de las becas se ha reducido en algunos casos más del 50%.

Por si fuera poco, el programa Erasmus, uno de los mejores activos de la formación de nuestros estudiantes, empieza a languidecer con partidas cada vez más reducidas, pese a que en el resto de Europa se ha decidido justo lo contrario, dotarlo de más recursos, habida cuenta de los beneficios que reporta a los alumnos.

El panorama es poco halagüeño. Por ello, hace un mes todos los rectores españoles solicitamos “la supresión de las medidas que vayan más allá de un ahorro racional y una gestión eficiente y austera”. Si el periodo de excepción ha pasado, como se anuncia repetidamente desde el Gobierno, ¿por qué no moderar los ajustes? ¿Hasta cuándo van a mantener las administraciones públicas la soga en torno al cuello de las universidades? ¿No es hora de sacrificar la rigidez de los números en pro de una política de formación ambiciosa, que no se detenga en índices cortoplacistas y contemple por fin los presupuestos educativos como una inversión y no como un gasto? 

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