Opinión

La internacionalización universitaria o el nuevo "descubrimiento" de la evidencia

Juan Manuel Suárez Japón

Rector de la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA)

En la progresiva carrera hacia la complejidad que ha caracterizado a la historia de las universidades, marcada por la constante renovación de sus objetivos y de sus retos para adecuarse a las exigencias de su tiempo, se ha hecho un lugar de creciente importancia la búsqueda y, en su caso, la potenciación de su dimensión internacional. La internacionalización se nos presenta como un ámbito de perfiles propios, capaz por sí solo de activar planes de acción y de definir estrategias que faciliten la consecución de los otros fines de la universidad: la creación y la trasmisión del conocimiento y las otras diversas acciones que definen su responsabilidad social institucional. Frente al viejo esquema de universidad sinónimo de universalidad, que ahora pareciera relegado sólo al mundo del saber, -de los saberes científico-técnicos o humanísticos-, surgiría el concepto de internacionalización, que englobaría otras realidades, tales como una mayor movilidad de estudiantes y profesores, la proyección internacional de nuestras producciones científicas, las políticas de puertas abiertas para incorporar profesores y alumnos de prestigio garantizado, la búsqueda de nuevas fuentes de financiación y un largo etcétera que culminaría en la obsesiva, -a veces casi histérica-, preocupación por los rankings que establecen “nuestro lugar en el mundo”.

Pero éstos son tiempos en que se hace preciso explicar las evidencias cuando oímos discursos, -emitidos por voces que se envuelven en los resortes del poder-, que nos descubren el Mediterráneo empujándonos hacia modelos de universidades abiertas, acordes con la sociedad de la globalización y la revolución tecnológica que ha centuplicado las capacidades de comunicación entre las personas y las instituciones. En ningún caso debiera deducirse la menor duda sobre las bondades de aspirar a construir universidades que, apoyadas en los mejores medios ahora disponibles, caminen hacia esos modelos “universalizados”. Antes al contrario. La única salvedad a la que me aferro es la de advertir sobre el riesgo de que bajo la capa de una internacionalización se posponga la necesidad de enfrentarse a la resolución de otros problemas que son igualmente importantes.

A este respecto, señalo cómo en los debates abiertos en Universia de cara al próximo encuentro de Río de Janeiro hay uno en el que se pregunta: “Internacionalización universitaria: ¿estrategia necesaria o marketing? En suma, se insinúa la pertinencia de una reflexión pausada para no incurrir en visiones simplistas de una realidad que es mucho más compleja. En esta línea, -y en el marco de estos escuetos espacios periodísticos-, apunto algunos aspectos que debieran tenerse en cuenta. De un lado, que la internacionalización se nos ofrezca como fuente de financiación no puede ser una coartada para que los estados no aborden sus inexcusables compromisos con la educación superior pública, entendida como un derecho inalienable de las sociedades y garantía del principio de igualdad de oportunidades. Devienen cínicas las argumentaciones que, en el contexto de la durísima crisis actual, instan a las universidades a atraer excelencia intelectual e investigadora al mismo tiempo que se le restringen los medios y se les remite a buscarlos en el impreciso territorio internacional.

De otra, nos preguntamos si la Cooperación Internacional al Desarrollo en materia de educación superior entra o no en ese concepto de la “internacionalización universitaria”. Si así fuese, habrá que superar la contradicción que platean las brutales restricciones asumidas por los organismos estatales y regionales que financiaban tales acciones. En tercer lugar, ¿en qué medida la internacionalización integra un sometimiento sin matices a los parámetros de unos rankings que han de aplicarse a sistemas universitarios pertenecientes a sociedades entre las cuales son detectables tan claras diferencias de medios y potencialidades? Por último, ¿no es un falso dilema el que se maneja en el actual debate sobre el derecho a la educación superior, despreciando las universidades más pequeñas, vinculadas a entornos territoriales precisos, que nunca podrían aspirar a ser esos núcleos investigadores de magna excelencia que pintan las ensoñaciones de algunos programas de gobierno acerca de la universidad del futuro en nuestro país?. Ambas cosas no son antagónicas y pueden convivir bajo criterios racionales de planificación. Recordemos, una vez más, a Machado: “si quieres ser universal, ama a tu pueblo”.

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