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CAMPAMENTOS DE REFUGIADOS SAHARAUIS

Cartas de esperanza para niños de arena

El viento de siroco pega con fuerza en las ventanas del jeep. A través de ellas, un mundo bajo un velo de arena, un cuadro impresionista y desfigurado, una historia casi irreal. Como el levante, el siroco empuja con fuerza a las personas que se desplazan a su merced, pero el levante muere en el mar, y aquí no hay agua en ninguna parte. Es un aire infinito que sólo encuentra su expiración en algunas de las pocas dunas que rodean al campamento de refugiados de Dajla, uno de los cuatro situados al suroeste de Argelia, en un punto cercano a la frontera natural del extinto Sahara Occidental y Mauritania. Dajla es además el más lejano de todos, a más de tres horas conduciendo desde el aeropuerto de Tinduf, horas que se reparten entre carretera y desierto a partes iguales. Avezados chóferes conducen hasta aquí orientados por el GPS de la experiencia, porque aún no ha llegado el asfalto a este punto del mundo, y tampoco la cobertura. Pero sí nosotros.

Nuestros primeros pasos en Dajla tienen como objetivo una misión: el reparto de una treintena de cartas, treinta mensajes de esperanza de familias andaluzas para familias saharauis que apenas encuentran otra manera de sobrevivir más allá del dinero que reciben de ellas. Así que volvemos a meternos en un incómodo e incoloro 4x4 que pasó la ITV por última vez en 1994 –como lo certifica un cartelito rojo situado en la luna delantera–, como si fuéramos un grupo de carteros. Porque aquí no existe, evidentemente, servicio de correos, como tampoco existen las calles ni los códigos postales. Dajla, como los demás campamentos, se subdivide en distritos o dairas y éstos a su vez en barrios. Son las únicas referencias territoriales. Todo lo demás depende del boca a boca y la buena voluntad saharaui, que no es poca.

Encabeza la expedición un niño, una sonrisa de paletas manchadas por el agua salobre, pues no fue hasta hace un par de años cuando llegó la potable. Es hijo natural del Sahara y adoptivo de Andalucía y hace de intérprete y de guía a Manuel y Carmen, sus padres españoles, que también viajan en este incómodo vehículo, por otra parte, todo un lujo. Su nombre es Mohamed Salem, aunque todos le conocen como Dibaba. Tiene doce años y los cuatro últimos veranos convivió en casa de este matrimonio de San Fernando (Cádiz). Ya no podrá hacerlo más porque ha alcanzado el límite de edad permitido para viajar a España. Manuel es, además, presidente de una asociación local, y muchos lo conocen y han confiado en él a la hora de entregarle sus cartas. Por eso tenemos tantas. La mayoría de ellas con una foto del pequeño al que debe ser entregada, una dirección mal escrita y una advertencia: “Dar sólo a él”.

Pero no es fácil localizar a sus destinatarios. Es como buscar una aguja en un pajar, por la dispersión de las casas y la indefinición de las zonas. Hay que conocer muy bien el territorio. Por eso también nos acompaña una de las hermanas de Dibaba, Jaila, de 21 años y belleza tranquila. Además, al frente del vehículo un experto conductor, un primo de ambos, Lador, con un amigo, Sale. Pacientemente ellos nos van guiando hasta las dairas y los barrios concretos y una vez en esa zona, sólo resta bajarse, carta en mano, y preguntar a cualquiera que pasa por allí, pero sobre todo a los niños –que a la hora que vamos están ya fuera del colegio jugando contentos, como todos los niños–, porque entre ellos se conocen y reconocen. Y deditos y más deditos van señalándonos el camino, corriendo de aquí para allá y una chica de apenas seis años que se va a buscar a su amiga porque es la prima de una de las caras que ha visto en los sobres. Amables, educados, no piden nada, como si nada les faltara, nos dan la mano y regalan una sonrisa, su bien más preciado. A cambio sólo encontramos en el bolso unos cuantos caramelos que siempre resultan insuficientes.

Por fin, cuando tenemos a uno de los protagonistas delante, nos vemos obligados a realizar un breve test para terminar de certificar que la carta es verdaderamente suya: ¿Cómo se llaman tus padres de España?, ¿Dónde vivías tú allí? Y sus respuestas, en un castellano chapurreado, siempre acertadas. Junto a él, su madre, auténtico pilar de la composición familiar saharaui (las casas se conocen por los nombres de las mujeres) dando las gracias, dándonos besos, ofreciéndonos su casa para comer, para tomar un té, para descansar. Una cultura, la de la hospitalidad, que tanto se ha olvidado en el Primer Mundo (porque esto es de verdad el Tercero). Y siempre, en sus manos, un pequeño regalo en forma de pulsera, collar o anillo, la mayoría de las veces, realizados por ellos mismos. Difícil no aceptarlos. Toda una descortesía. En ocasiones, es imposible incluso rechazar esas invitaciones, tan insistentes, tan verdaderas.

Y entonces, el universo se detenía a nuestros pies. Bien en la jaima o en cualquiera de las habitaciones de adobe que conforman el hogar típico saharaui, comienza un ritual mágico y sosegado en el que la conversación adquiere protagonismo con Dibaba y los niños como traductores. Curiosos ellos por nuestra procedencia y familia, por nuestras dedicaciones y ocupaciones allá en España. Sorprendidos nosotros por su amabilidad excesiva, nos colocan un cojín para no sentarnos directamente en las alfombras, pues tenemos ya bastante fastidiada la espalda tras un desfile por la independencia saharaui al que asistimos por la mañana. Nos brindan leche o café con pastas típicas. Como epicentro de la reunión, por supuesto, la ceremonia del té.

De vuelta a casa, el atardecer cae en el horizonte de tibias dunas. Tras del jeep, como casi siempre, muchos niños nos saludan. Ellos, se confunden con la arena, que tiene los tonos de su piel, mucho más a esta hora. Ya huele a comida en la cocina, una cena sencilla siempre a base de pasta o arroz, pero que durante nuestra estancia se adereza con verduras y carne de camello o de cabra. También hay huevos, verdura, fruta y yogures, una excepción culinaria que diariamente atrae a vecinos y amigos de la familia hasta aquí, pero nadie prueba nada hasta que comemos nosotros. Una tenue luz ilumina la estancia. Afuera, el silencio de la luna y las estrellas. Mañana será otro día. Y la misión continúa.

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