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Ya está la primera en Campana", dije. Y allí lucían ellas, Gongorinas, pues "oro bruñido, el sol relumbra en vano". Son, sin duda, la esencia de la cuaresma, la expresión gastronómica del cofrade.

Existen torrijas de vino, parecidas a ese cofrade de "solera" y elevada edad que gusta de lo clásico, el que se autodenomina "rancio", el que tiene el terno atufando a alcanfor.

Acompaña su dulce con un café solo, con sacarina, eso sí, que hay que cerrar el esparto. Espera que el nombre de su familia vuelva a sonar entre los hermanos mayores de su amada Sevilla. Ciudad de la cual, por cierto, sólo sale para ir a Chipiona.

Las de leche y miel bañan a unos jóvenes, y no tan jóvenes, cofrades, que viven día y noche por la Semana Santa. Este espíritu incansable, jartible, comparte en un mismo día en sus redes el montaje de un altar, un vía crucis o un traslado. Ojo, todas el mismo día. (Cepsa podría patrocinar su Twitter) Si esa capa de miel se hace pesada, no se preocupe, tendrá dispuesta una ruta de besamanos para que baje el dulce y se le vuelva a abrir el apetito.

¿Y la nuevas torrijas de chocolate? Pues el cofrade moderno. Ese que viene a Semana Santa "por el fenómeno cultural" y ese que lleva seis meses de Erasmus renegando de Sevilla pero en su piso de Londres se pone Campanilleros y llora mientras abre el paquete de jamón que le enviaron sus padres por Navidad. Echa de menos las torrijas como nadie, pero las cubre de una capa de chocolate porque en Cadem los cakes llevan froosting.

Torrijas de pan duro, como las del que viene de Madrid. Torrijas de azúcar, como las que trae el primo del pueblo. De Salmuera, como las de siempre. Fritas, rebozadas, con canela…

Tantos tipos de torrijas como de personas. Lo único que está claro es que en estos días cuando unos pocos cofrades se reúnen a tomar algo, todos salen con una torrija. Y usted: ¿Qué torrija lleva?

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