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Los conservadores y la Revolución | Crítica

Guerra del tiempo

  • Alianza publica 'Los conservadores y la Revolución', obra de Álvaro Delgado-Gal en la que se analiza la contextura política y cultural del mundo contemporáneo, a través del nacimiento de la ideología conservadora, encarnada en Burke

El escritor y periodista Álvaro Delgado-Gal (Madrid, 1953)

El escritor y periodista Álvaro Delgado-Gal (Madrid, 1953)

Tomamos prestado el título a Carpentier para indicar uno de los factores que modulan sustancialmente el contenido de este ensayo. Un contenido, por otra parte, que es mucho más amplio y ambicioso que el que sugiere su título, ya que lo que se explica en estas páginas, de manera clara y ordenada, no es sólo el estrecho vínculo entre la ideología conservadora, encarnada en Burke, y los vertiginosos hechos ocurridos en la Francia revolucionaria. Más allá de esta relación causa efecto, lo que Delgado-Gal extiende ante el lector, llegando incluso a nuestros días, es la distinta concepción política de lo real que nace entonces, y que incluye, desde los mencionados conservadores, a los reaccionarios, a los progresistas y a los diversos utopismos (la dictadura del proletariado, el Segundo Imperio colonial y el Reich milenario), urgidos por la idea de progreso, que asolaron el XX. Añadido a esta variedad, Delgado Gal establecerá su vínculo con las corrientes artísticas; y en modo particular con las vanguardias, donde los porvenirismos de aquella hora se vincularon, en no pocas ocasiones, con un sueño distópico.

La idea de progreso se halla en la base de los cambios sociales auspiciados por la Ilustración

Como sabemos, esta idea de Progreso está relacionada con la nueva concepción del tiempo y su transcurso obrada en el Renacimiento (Petrarca, Valla, Bodin, el Inca Garcilaso...). Pero es el hallazgo de su carácter progresivo, que Gal adjudica a Bacon, el que se elucidará, a partir del XVII, en la célebre disputa de los Antiguos y los Modernos; esto es, en la prolongada Querelle que enfrentó a los partidarios de la Antigüedad con modernas luminarias como Perrault, de la que el siguiente siglo obtendrá una idea de evolución y de mejora, de progreso sin fin, que se halla en la base de los cambios sociales auspiciados por la Ilustración. Cuando la Revolución francesa exponga de modo dramático la magnitud y las consecuencias de tales mutaciones -violentas y destructivas en algunos casos-, habrá llegado la hora de los conservadores. Es en esa contextura donde Edmund Burke reclamará la utilidad y el valor de las costumbres, de la tradición, de los usos concretos precipitados y avalados por la Historia. De ahí nacerán sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), que Paine contestará al año siguiente con sus Derechos del hombre. Pero nacerá, en mayor modo, una patentización de la controversia entre quienes lo fían todo al futuro, a la razón y a la voluntad desnuda del hombre (los progresistas), y quienes entienden, como Burke, que las sociedades no obran sobre vacío, sino sobre el suelo concreto de su historia y su cultura, cuyo valor no debe desdeñarse (los conservadores).

Caso distinto es el del reaccionario (de izquierdas o de derechas), quien busca regresar a un ayer idealizado que no ha existido nunca; y también el del liberal (de derechas o de izquierdas), cuya concepción de lo público no simpatiza con el acusado intervencionismo, hoy tan común. Es en este sentido en el que Todorov llamó antiprogresistas a las grandes utopías del Progreso, cuando recuerda que su aplicación trajo una regresión sin precedentes sobre sus súbditos. Por otra parte, hay una consecuencia en la idea de Progreso que sirve por igual a conservadores y progresistas, y que iba contra el Progreso “anaerobio” de la Ilustración. En Herder, la Historia es una sucesión de culturas que no son susceptibles de emulación ni de regreso, y que se plantea como una historia contraria a la historia conceptual y ahistórica de Montesquieu. De ahí el conservador (e incluso el reaccionario a la manera de Pereda y Donoso Cortés), extraerá la idea de preservación de la cultura propia; el progresista, por su lado, obtiene la acertada idea de evolución histórica. En todos ellos se habrá sedimentado, en cualquier caso, la fugacidad irreversible con que se nutre el Romanticismo.

Es, sin embargo, la posibilidad de una sociedad ex novo, derivada de la revolución, lo que el conservador refuta con mayor fuerza. Esta sociedad “a futuro”, sin pasado, sin sustrato cultural, sin conciencia histórica, impulsada solo por la voluntad del hombre roussoniano, lo que el conservador refuta, por su carácter esquemático, pobre e “inhumano”. Digamos que el conservador que se formula en Burke y llega a T. S. Elliot es, según Gal, partidario del cambio matizado, mientras que el mito del Progreso, estudiado por Bury, dirige su mirada a los grandes rasgos del futuro, aún inexistentes, aún sin desbastar.

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