Maxi (Esteban El As) acaba de salir de la cárcel y, como un hijo pródigo, regresa a la villa de Buenos Aires en la que reside. Allí (no) le espera su hermano (Alan Nicolás Gómez), que ha continuado su vida junto a una pareja; los amigos que le metieron en problemas y la noticia del fallecimiento de su madre, que murió mientras estaba preso.

Pero la fría acogida no convence a Maxi de desistir en su propósito de tener una vida decente. Busca trabajo, frecuenta relaciones menos tóxicas, emprende negocios aleatorios y, entre todo, trata de reconstruir su futuro. Pero pronto comprueba que el camino dista de ser de rosas, y que la villa funciona mucho mejor como pozo sin fondo que como trampolín hacia una vida mejor.

Para narrar su historia, Arpajou arma un mecanismo de cinematografía muy áspera, con la que al espectador le cuesta sacudirse la sensación de que todo va a salir mal. Siempre en planos muy cortos, siempre con la cámara muy viva.

Como si en cualquier momento fuese a salir corriendo por los pasillos de aquel Elefante blanco (2012) de Pablo Trapero, aunque con menos pulcritud en la realización que la del director de Carancho. El conjunto visual emana la misma electricidad espídica e inestable de los empalmes de luz en las casas de la villa.

“Pagué la condena pero la sigo teniendo en la nuca”, se queja un Maxi con permanente gesto triste ante sus continuos fracasos en los intentos de prosperar. Los amigos del barrio, siempre enfundados en camisetas clónicas de fútbol, tampoco parecen asideros fiables, abonados tras años de sinsabores al sálvese quién pueda. La corrupción policial pone la pica definitiva sobre unas vidas preconfiguradas para la derrota. “Una película íntegramente realizada en la Villa 21” reza el tagline del cartel. No resulta fácil salir de ahí.