Santiago (Leonardo Sbaraglia) lleva demasiado tiempo viviendo sus emociones al límite. No conoce filtros ni pretende incorporarlos a su rutina cotidiana. “Quiero vivir siempre con esa mezcla de excitación y miedo”, admite a unos amigos, como casi todos, eventuales.
Las consecuencias de esta búsqueda empiezan a pasarle factura en el momento en que hace recuento y descubre que las personas que viven a su alrededor lo han dado por perdido. “Miro la vida que tengo y hay algo que no…” se confiesa sin terminar la frase, y así es en efecto.
Su hija Layla (Miranda de la Serna) lo descartó hace mucho tiempo pese a vivir con él; de la misma manera que sus exparejas han rehecho su vida, o su madre perdió la esperanza de reconducirlo. Sólo a cargo de un negocio que empieza a prosperar parece encontrar su sitio un personaje que, por lo demás, sigue alternando entre borracheras, orgías gais y coqueteos con las drogas.
Con estos mimbres (y sobre todo, sobre los hombros de Santiago) compone Leonardo Brzezicki una cinta tan espídica y aleatoria como su personaje principal. Y lo hace con éxito gracias a un Leonardo Sbaraglia en estado de gracia, que asume toda la responsabilidad de la solidez de la película en una actuación memorable de principio a fin.
Porque Santiago es un personaje inconstante e imprevisible, pero la narración de Brzezicki cuida hasta el mínimo detalle que sus devaneos respondan a sentimientos reconocibles, que son tallados y humanizados de forma excelente por Sbaraglia.
Así, episodios vergonzantes como el número de la piscina, los sobornos con regalos o las peleas pasadas de testosterona se convierten, filmados por la cámara de Pedro Sotero, en capítulos cinematográficos de gran nivel, convirtiéndonos en testigos del descenso a los infiernos de un juguete roto al que todos están por abandonar.
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