Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

España sin claveles

Los españoles pertenecemos a un mismo pueblo político y no a pueblos enfrentados, votemos lo que votemos

El pasado 25 de abril, cincuenta aniversario de la Revolución de los claveles, los diputados lusos, a excepción de la bancada de extrema derecha, entonaron, flor en mano, Grândola, Vila Morena, la canción que fue icono espontáneo de aquella gesta. El acto ha tenido un significado ético y estético relevante, pues, en Europa, no sólo se está poniendo es cuestión el consenso moral de las constituciones de postguerra, sino que es el propio referente simbólico de esas transiciones el que, por motivos diversos, parece haber perdido la vigencia, su capacidad integradora. El símbolo requiere una credibilidad compartida, es una fuente irracional de consenso a la que todo el mundo respeta su abstracción, la vaguedad bondadosa y medidamente abierta de su significado. El Grândola, Vila Morena, como todo símbolo revolucionario, representa hoy la fuerte estabilidad de un cambio político, aquel que cristaliza luego en la Constitución portuguesa de 1976. Un texto que, como explica Gabriel Moreno, puede considerarse la última Carta Magna plenamente fruto de una revolución europea. Aprobada dos años después, la Constitución española ya no es un producto revolucionario y no hay canción que puedan cantar a una nuestros diputados en sus jubileos. La Transición política dejó imágenes que denotan una inequívoca nobleza de espíritu, pero estas hoy no son símbolos sino fotografías que van perdiendo su cromatismo sepia, su inteligibilidad para los nuevos españoles. ¿Quién es Dolores Rivas Cherif? ¿Qué significado tiene hoy que ella, en 1977, estrechara en México su mano al Rey de España? La Transición, estéril en símbolos políticos compartidos, fue, sin embargo, como insiste Eloy García, fuerte en hechos. Uno de ellos fue la aprobación de una Constitución que cristalizaba un pacto y una auténtica idea de modernidad y que, por eso, y pese no apoyarse en fuerza estética propia de una revolución, ha funcionado durante años en sí misma como el modesto símbolo, el discreto fetiche moral, de una comunidad que se ha servido de ella para convivir. En 2028, a la vuelta de la esquina, este texto cumplirá 50 años, un aniversario que no se celebrará en las calles con claveles en las manos, y en el que la credibilidad en la Constitución, en ese pacto, será juzgada mayoritariamente por españoles que no participaron de él. En todo caso, a la vista de los tiempos, la gran cuestión es si en esa fecha resistirá otra ficción moral sobre la que se funda nuestra democracia, y que es la de que los españoles pertenecemos a un mismo pueblo político y no a pueblos enfrentados, votemos lo que votemos.

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