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Sevillanas del Tiro de Línea

Fotografía del Cautivo de Santa Genoveva en la caseta de Juan Belmonte

Fotografía del Cautivo de Santa Genoveva en la caseta de Juan Belmonte

Este año no salió el Cautivo. Lo sabemos. Se concentraron esfuerzos, se valoraron posibilidades, se trazaron alternativas. Pero, como dijo el Guerra, lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. Entraña complejidad enfrentarse a uno de los procesos de asimilación más agrios para el cofrade: que no salga tu cofradía, que no salga la que sientes como tuya, que no cumplas uno de esos ritos absolutamente innegociables de cada Semana Santa. Este año, al menos para quien escribe, ha sido menos Semana Santa porque era mediodía del Lunes Santo y no estábamos allí, en aquella larga avenida de ausencias y de nostalgias, diminutos ante la multitud, con el punto de fuga concentrado en una soga. 

Y la amargura se acrecienta cuando, en uno de estos días de Feria, desembocas en la calle Juan Belmonte y ahí están los de las doce horas, departiendo sobre cofradías, practicando barrio una vez más. Y entras, y truenan los tacones y las palmas, y huele a mar y a chacina. Y ahí, pendiendo de un rincón de la minúscula caseta que ya es tuya, una brevísima instantánea del Cautivo, enmarcada en una madera vieja, sobre el blanco de las estructuras y rematado por una macetilla de claveles rojos. Tan indefenso e indescifrable, tan hablador como cauto, tan duro y tan humano. El resto de la estancia se decoraba con más fotografías de un lunes de abril luminoso y ancho, desparramado sobre el canasto y sobre sus manos. Definitivamente ha sido menos Semana Santa. 

Fotografía del Cautivo en su caseta de la Feria Fotografía del Cautivo en su caseta de la Feria

Fotografía del Cautivo en su caseta de la Feria

Pero entonces, en ese instante justo de crudeza y de soledad, todo se te sacude por dentro. A nuestro alrededor, un ramillete de flamencas correteaban y jugaban a ser lo que eran: niñas, niñas del Cautivo, niñas de las Mercedes, niñas del Tiro de Línea. Como si estuvieran en cualquier otra parte del mundo, gritaban, saltaban y bailaban. Incluso apuntaríamos que el traje y el lugar eran lo de menos, un aderezo de costumbre y de conveniencia. Una color genista, otra de turquesa, otra de un grana sevillanísimo, aquella de blanco asaetada de lunares rojos. Con sus mantoncillos, sus corales. No pasarían los seis, siete años. Pero observaba la escena, el entorno y el ambiente, y todo para mí se me desdibujaba en algo que creía haber visto antes. Que creía haber visto siempre. 

Vestían de flamenca, pero en aquel juego de la vida que es ser niños y ser amigos de la inocencia, yo vi capirotes negros, amplias capas, blancas túnicas y hondos escudos en el pecho. Yo escuché, más que las guitarras, el golpe seco de los cirios contra el asfalto, la cera astillada bajo las jacarandas, el cascabeleo de las varitas en los portales, como llamando a alguien que ya no saldrá de ningún zaguán. La genética no entiende de superficies. Se manifiesta dentro, en las profundidades del ser, en la raíz del carácter y el temperamento. Aquello que se sustenta en la geografía, en las miserias, en las dificultades, en la identidad. Era todo un barrio, ese microcosmos heredado a fuerza de Semanas Santas, de septiembres, de viernes de Cuaresma. No salió el Cautivo. Pero en la calle Juan Belmonte, quién lo diría, sí fue algo más Lunes Santo. 

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