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Crónicas del Trienio en Cádiz

José María García León

Historiador

Y los franceses entraron en Cádiz

Mientras la ciudad era tomada militarmente por las tropas, Fernando VII se desdijo con hechos y decretos de su prometida clemencia Los liberales huyeron al exilio vía Gibraltar Junio de 1823, nuevo asedio de Cádiz La prensa gaditana en el Trienio

Encuentro entre Fernando VII y el duque de Angulema en El Puerto de Santa María.

Encuentro entre Fernando VII y el duque de Angulema en El Puerto de Santa María.

El 1 de octubre de 1823, Antonio Alcalá Galiano, diputado por Cádiz en la última y recién clausurada legislatura del Trienio, deambulando por la Alameda se encontró con Salvador Manzanares, todavía, al menos de nombre, ministro de la Gobernación del Trienio Liberal. Tras los saludos de costumbre, éste le preguntó si sabía “qué aguas minerales eran las mejores por aquellos contornos”, pues necesitaba unos días de descanso. Con gran asombro, Alcalá Galiano trató de ponerle en guardia de la gravedad de una situación que creía inminente, pero de la que el bueno del ministro, como otros muchos, no parecía percatarse.

Ese mismo día Fernando VII, acompañado de una comitiva de pequeñas embarcaciones que lo acompañaban, partió desde Cádiz, en medio de las salvas de los cañones de ambas orillas, rumbo al Puerto de Santa María, donde fue recibido por su “primo” el duque de Angulema. Con anterioridad, había prometido un perdón general a cuantos hubiesen detentado alguna responsabilidad política, civil o militar entre el periodo que reinó como monarca constitucional, esto es, desde el 7 de marzo de 1820 hasta el 30 de septiembre de ese año. Ese perdón, magnánimo y condescendiente en muchos aspectos, pero que, como se vería seguidamente, no estaba en su ánimo cumplirlo en lo más mínimo, era la razón principal por la que Manzanares y tantos otros, que habían participado activamente en la vida política del momento, se mostraran confiados en su devenir.

Sin embargo, todas las esperanzas depositadas en la posible clemencia del Rey pronto se desvanecieron. El 1 de octubre, desde El Puerto de Santa María, Fernando VII declaró “nulas y de ningún valor las actas del gobierno llamado constitucional que ha dominado mis pueblos”. Inmediatamente después, el día 2 de octubre, el general en jefe del Ejército de Reserva, Pedro Villacampa, hizo público en Cádiz un comunicado en nombre del Rey por el que, “restituido en la plenitud de mis derechos reales”, mandaba que “se entreguen en el día de mañana todos los puestos militares de la Isla de León y la Plaza de Cádiz al Ejército que manda mi augusto y amado primo Duque de Angulema, para que los ocupe en mi Real nombre”.

Represalias y ‘purificaciones’

En la noche del 2 al 3 de octubre, Alcalá Galiano, con lo puesto y en compañía de Joaquín María Ferrer, diputado por Guipúzcoa, partía de Cádiz en un falucho rumbo a Gibraltar. Otro tanto hicieron otros dos destacados liberales gaditanos, Francisco Javier de Istúriz y Juan Alvarez Mendizábal. Comenzaría, así, un largo exilio que duraría hasta 1834, con ocasión de la amnistía promulgada por la Reina María Cristina, una vez muerto el Rey. Las palabras entonces de Alcalá Galiano no podían ser más elocuentes, “entrábamos a la par tristes y orgullosos en la dura vida del destierro a comer el pan salado ajeno y subir las ásperas escalera de nuestro hospedadores”.

Desde Jerez, Fernando VII expidió un nuevo decreto, exigiendo que se guardara la distancia de cinco leguas (casi treinta kilómetros) de su ruta a quien en el período constitucional hubiese sido diputado a Cortes, vocal del Supremo Tribunal de Justicia, comandante general, jefe político, oficial de la secretaría del despacho o jefe y oficial de la Milicia Nacional. Asimismo, se extremaron las medidas policiales, creándose la Superintendencia de Vigilancia Pública, que junto con sus funciones específicas, se vio acompañada por la labor de un buen número de delatores y denunciantes más o menos interesados. Verdaderamente trágica y humillante fueron las suertes de Riego, que acabó en el patíbulo el 9 de noviembre en Madrid, y del Empecinado, ejecutado el 19 de agosto de 1825. Complementariamente, las Juntas de Purificación, constituidas por Real Orden de l3 de enero de l824, comenzaron a funcionar aplicándose tanto a elementos civiles como militares con especial dureza hasta finales de agosto de l825. A partir de aquí fueron, poco a poco, perdiendo virulencia para acabar siendo un mero formalismo.

Con todo, la reacción del propio duque de Angulema fue de desagradable sorpresa ante esta forma de actuar del Rey. Incluso, no podía ser más significativa la nota que el embajador de Francia en Madrid enviaba a su Gobierno, “no sabéis cuánto mal causa aquí los decretos de rigor lanzados uno en pos de otro”. Quedaba claro que tras el ensayo del sistema constitucional y una vez que el Rey se vio libre de las ataduras que dicho sistema le imponía, se retornó, de nuevo, al régimen absolutista bajo la forma de una restauración antiliberal que duró hasta la muerte de Fernando VII en 1833. El nombramiento, en principio, como secretario de Estado, de su confesor personal, el canónigo Victor Sáez, no podía ser más significativo, habida cuenta del fanático celo anticonstitucional del que hacía gala y de su obediencia, rayana en la sumisión, a la persona del Rey.

Esta década, considerada por muchos como una de las etapas más negativas de nuestra historia, está siendo objeto de revisión, de tal manera que el calificativo de “ominosa”, con el que comúnmente se la ha designado y acuñado por los liberales del siglo XIX, exige algunas matizaciones. No hay que olvidar que, al lado de una mala política en sí, hubo toda una serie de circunstancias adversas como las económicas, aunque fueron remediándose en parte. Pero, por encima de todo, lo que más llama la atención fue la falta de un compromiso serio del monarca con la mayoría de los grupos que ya empezaban a despuntar con cierta entidad ideológica. Resultaba evidente que Fernando VII, siguiendo su sinuosa línea política, paulatinamente al no fiarse de nadie, lo que consiguió fue volverse de espaldas a todos bajo la forma de un arbitrario y discutible despotismo ministerial, frente al que no faltaron tampoco las conspiraciones y revueltas. Entre las que hubo, merece especial mención la llevada a cabo por el coronel Francisco Valdés en Tarifa el año 1824, en colaboración con buena parte de su población y la consiguiente sangrienta represión tras su fracaso. Por contra, en otras zonas del país, la fuerte presión de los elementos ultras dentro del tradicionalismo, los llamados “apostólicos”, precedentes ya del carlismo, también le obligó a enfrentarse a ellos.

Sin embargo, estas circunstancias no fueron óbice para acabar concediendo en 1829 a Cádiz la franquicia de su puerto, una medida que, aunque años antes hubiera sido altamente positiva, a la altura de esa fecha, ya llegaba tarde.

Cádiz ciudad ocupada

La presencia de tropas francesas en territorio español se prolongaría durante unos años, pues como ya advirtió Chateaubriand, ministro de Exteriores de Francia, “no hemos gastado 200 millones de francos y dado libertad a Fernando para no tener influencia en esa nación”. Por el convenio hispano-francés de 9 de febrero de 1824 unos 40.000 soldados controlarían varios puntos estratégicos de España, Madrid, Cádiz, Barcelona, La Coruña, Cartagena... aunque su número iría disminuyendo paulatinamente hasta la total repatriación en 1828.

A partir de aquí, Cádiz, como plaza importante de ocupación, quedó bajo el mando del conde de Bourmont, en calidad lógicamente de ‘aliado’ del Rey aunque con muy amplia autonomía para su gestión. Como el cargo de jefe político fuese abolido, se nombraron una serie de gobernadores político-militares para estar al frente de las provincias. En Cádiz, para tal fin, fue designado el mariscal de campo Carlos Daunois, que tomó posesión el 8 de octubre de 1823 ante la presencia de los regidores perpetuos del año 1819, ya que una de sus primeras medidas fue la de reponer el ayuntamiento anterior a dicha fecha. Asimismo, también ejerció funciones de corregidor de la ciudad, con la orden expresa de “restablecer las cosas al ser y estado que tenían antes del 7 de marzo de 1820”.

Se abolió todo lo que recordara al régimen anterior, suprimiéndose de las calles y demás sitios públicos aquellos símbolos alusivos a la Constitución. Hasta la comisión de cementerios, en ese afán de rechazar todo lo que tuviera connotación con el constitucionalismo, no fue ajena a ello. En consecuencia, se arrancó la lápida en memoria de Tomás de Istúriz, por considerar fuera de lugar su leyenda, “gaditano, diputado dos veces por su provincia en las Cortes de la nación, yace en este sepulcro. Defensor ardiente de la libertad, vivió fugitivo en su ruina y murió tranquilo en su victoria en l7 de noviembre de 1820”.

Así pues, la ciudad tuvo que soportar la agobiante carga que supuso la presencia del ejército francés. Una de las primeras peticiones, realizada a través de una comisión de alojamiento que apresuradamente se formó para tal fin, fue la de exigir 3.000 camas para la tropa francesa que, naturalmente, debieron salir de la población, dado que el Ayuntamiento no pudo proporcionarlas de inmediato. Incluso, ante un posible retraso en la entrega de estas camas, el 27 de octubre el general francés amenazó con un comunicado por el que conminaba al ayuntamiento a ejecutar sus órdenes de inmediato. Caso contrario se consideraría en abierta hostilidad hacia la ciudad, haciendo evacuar de un barrio a sus habitantes y ocupando militarmente todas las casas, “en cuyos muebles mis soldados hallarán entonces los utensilios necesarios y, si es preciso, me estableceré yo mismo en el barrio y me haré guardar como sobre un terreno enemigo”.

Se acordó un modelo de contribución directa sobre abastos, bajo la denominación de ‘Derechos para los gastos de alojamiento de las tropas auxiliares de la plaza de Cádiz’. Tal contribución consistió en la recaudación de tres arbitrios, tres reales por fanega de trigo, seis reales por cada arroba de vino y cuatro reales por cada arroba de aceite. Aún así, la vida seguía y, a pesar de estas medidas exigentes, no parece que se suscitaran mayores desavenencias entre ocupantes y ocupados, pues, exceptuando el controvertido caso de los alojamientos, las relaciones entre los vecinos de Cádiz y el ejército francés no presentaron mayores problemas hasta llegado el momento de su retirada en 1828.

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