SOLISTAS DE LA ORQUESTA BARROCA DE SEVILLA | CRÍTICA

Del corazón a las cuatro cuerdas

Langlois y los Solistas de la OBS.

Langlois y los Solistas de la OBS. / Luis Ollero

Hacía tiempo que no se disfrutaba de una demostración tan apabullante de naturalidad y musicalidad en el violín como la que ha ofrecido en este conciero Theótime Langlois. No se sabe qué admirar más en este joven intérprete, si su maestría técnica, su vistuosismo, su capacidad de narrar desde las cuatro cuerdas o la manera armónica y orgánica con la que enlaza las frases desde la más pura identificación cuerpo-instrumento. El sonido es denso, con cuerpo, pero a la vez brillante, sin una sola aspereza, ni un roce, ni un microtono de alejamiento tonal. Y luego está, sobre todo, su profundo conocimiento en las posibilidades expresivas y emotivas de cada pieza que toca, encontrando, desde ese fraseo inégale tan apropiado para el barroco francés, el peso apropiado para cada nota en cada frase, el matiz de intensidad en el ataque, el acento en el corazón del afecto.

Todo ello se conjugó en un momento especialmente mágico en la sonata de Francoeur, una sensible composición llena de melancolía y de tristeza en la que Langlois fue entrando para recrearse en los silencios, en los cambios dinámicos, en la acentuación más delicada pero también más certera, en el fraseo sinuoso del Rondeau.

En los dos conciertos de Leclaire, pero especxialmente en el op. 10 nº 3, el violinista puso sobre el tapete toda su artillería virtuosística, despachándose sin aspavientos las dobles cuerdas, los saltos interválicos, los registros extremos o los bariolages, realmente espectaculares estos últimos. Pero también la sutileza de su linea cantabile en los movimientos lentos, en los que fue situando con moderación pero con eficacia expresiva pequeñas células ornamentales. Para las dos suites de Couperin, con la adición de oboe y flauta, se pudo degustar una auténtica armonía de timbres enriquecida, además, por la bella voz de la viola da gamba de Ventura Rico. Los arabescos y las líneas ondulantes, con sus clásicas apoyaturas, tejieron un clima sonoro de ensoñación, sobre todo en los diálogos íntimos entre violín y flauta.

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